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el día que se perdió el amor final explicado

¿Te quedaste con cara de “¿qué demonios acabo de leer?” al terminar El día que se perdió el amor? Normal. No eres el único. Javier Castillo, ese malagueño que escribe como si cada capítulo fuera una trampa para ratones, lo ha vuelto a hacer. Te engancha, te arrastra y, cuando crees que entiendes algo… zas, te suelta un giro que te deja mirando al techo.

Esta es su segunda novela (sí, después de El día que se perdió la cordura —que también nos dejó locos, por cierto—) y sigue jugando con la cabeza del lector como si fuera un cubo Rubik.

¿Quieres saber qué pasa al final? ¿Qué significa todo ese caos? Tranquilo. Aquí te lo cuento. Sin paja, sin rodeos, y con todas esas revelaciones que te dejaron rascándote la cabeza como si tuvieras piojos.

Prepárate, que vienen curvas… (y alguna que otra verdad que quizá no querías aceptar).

La cosa arranca fuerte: una chavala aparece desnuda (sí, tal cual) paseándose por Nueva York y se planta tan tranquila en las oficinas del FBI. ¿A qué va? Pues a soltarles unas notas rarísimas que no entiende ni el que las escribió. Y no, no es una campaña de marketing ni una performance artística… es el principio del caos.

A partir de ahí, todo se desmadra. Esta historia se engancha directamente con la anterior, El día que se perdió la cordura (así que si no te la leíste, ya estás tardando), y nos mete de lleno en una trama de secretos chungos, asesinatos y un montón de gente que parece haber perdido más que el amor: la cabeza entera.

El pobre inspector Bowring y compañía intentan atar cabos, pero cada vez que creen tener algo claro… zas, otro giro. Otro cadáver. Otro secreto más turbio que el anterior.

Vamos, que si lo tuyo son los thrillers que te dejan con cara de “¿pero qué co**nes está pasando aquí?”, este libro te va a enganchar. Y si no, pues nada… tú te lo pierdes.

El final de El día que se perdió el amor… vaya tela. A algunos les ha flipado y a otros les ha dejado con cara de “¿ya está?”. Y es normal, porque el autor —Castillo— no se corta: mete saltos temporales, cambia de narrador cuando le da la gana y te suelta el desenlace como quien lanza una piedra al agua… sin avisar.

Y cuando crees que ya tienes todo más o menos controlado, ¡pum! Resulta que el asesino no era quien pensabas. Uno de los giros más gordos de la novela es que Leonard —sí, el ayudante bonachón de Bowring que parecía sacado de una serie británica de sobremesa— en realidad es Roeland, el primer amor de Carla. (Sí, ese del que no te acordabas y ahora de repente es clave). Bien jugado, Castillo. Muy bien jugado.

Y hablando de Carla… menuda pieza. Empieza como la típica chica inocente metida en un lío que no entiende (de esas que dan penita al principio)… y termina revelando que está más metida en el ajo que nadie. Que si conexiones con una secta, que si su historia es la columna vertebral de todo esto… Vamos, que sin ella no hay novela.

Eso sí, hay que decirlo: Castillo resuelve todas las tramas a toda pastilla en los últimos capítulos. Como si se le acabara el papel o le llamaran para cenar. Algunos dirán que el final es apresurado (y con razón)… pero, oye, también es verdad que te deja con la boca abierta y pensando “coño, ahora todo encaja”. Así que, ¿qué prefieres? ¿Un final largo y aburrido o uno que te reviente la cabeza aunque te deje con ganas de dos páginas más? Tú decides.

Mira, Castillo escribe como los ángeles… pero el final de «El día que se perdió el amor» no termina de cuajar para todo el mundo. Hay gente que ha cerrado el libro con cara de “¿ya está? ¿Eso era todo?”. Y no porque sea malo, ojo, sino porque va todo tan rápido en las últimas páginas que parece que el autor tenía prisa por llegar al final. ¡Pum, pum, pum! Una revelación tras otra, sin dejarte respirar… ni disfrutar.

Lo que muchos esperaban era un final más calmado, más sabroso… algo que se pudiera masticar, no tragar de golpe como si estuvieras llegando tarde a algo. Porque cuando llevas todo el libro metido hasta el cuello, lo mínimo es que te dejen disfrutar el desenlace con calma, ¿no?

Y luego está el tema espinoso de los personajes y ciertos asuntos delicados. La forma en la que se presenta a las mujeres, la secta, sus creencias… ahí hay chicha para rato. Hay quien lo ha visto como un acierto, y hay quien ha pensado que todo se queda un poco a medio gas. Como si faltara profundidad, sensibilidad… o directamente ganas de meterse en el barro.

Así que sí, es un libro que engancha, que te arrastra, que te tiene ahí sin pestañear… pero al llegar al final, a más de uno le ha quedado esa sensación de “vale, ¿y ahora qué?”. Y no es poca cosa.

A ver, por mucho que algunos le busquen las vueltas, «El día que se perdió el amor» engancha. Y punto. Puedes criticarle lo que quieras —que si es muy comercial, que si va de listillo con los giros— pero lo cierto es que Javier Castillo sabe cómo tenerte pegado al libro… como cuando te quedas viendo una serie hasta las tantas y dices: “Venga, un capítulo más y a dormir” (spoiler: no duermes).

Este tipo tiene un don para meter suspense, líos bien enredados y sorpresas que no ves venir ni aunque te avisen con antelación. Y eso, aunque a algunos les reviente, tiene mérito.

¿El final? Una locura. Así, sin anestesia. Te lanza de un lado a otro, te suelta un par de bombazos… y cuando crees que puedes respirar, ¡zas!, se acaba. ¿Es rápido? Sí. ¿Demasiado? Puede ser. Pero mejor eso que un final tibio y predecible que te deja igual que estabas.

Así que si te va el thriller, los misterios, y que te retuerzan un poco la cabeza (en el buen sentido, claro), este libro te va a gustar. Y si no… pues nada, hay mucha novela romántica por ahí también.

Pero vamos, que Javier Castillo lo ha vuelto a hacer. Y lo peor —o lo mejor— es que te deja con ganas de más.

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