El vagón apenas se sacudía mientras el tren nocturno avanzaba por la línea férrea, recortando la oscuridad con su resplandor intermitente. Apenas unas almas desperdigadas ocupaban los asientos, sumidas en el letargo de la madrugada. Entre ellas, dos desconocidos: Olivia, con un billete de ida sin retorno, y Leo, atrapado en una encrucijada que no sabía resolver.
Ella se sentó frente a él, sin mediar palabra. Su cabello estaba ligeramente revuelto y su mirada llevaba el peso de quien ha tomado una decisión irreversible. Leo, con los dedos tamborileando sobre el posavasos de plástico, notó el modo en que ella exhalaba el aire con la resignación de quien acepta su destino.
—¿Primera vez en este tren?— preguntó él, rompiendo el silencio.
Olivia sonrió levemente.
—Primera y última.
La conversación fluyó como un susurro compartido en la penumbra. Hablaron de ciudades que nunca visitarían, de amores que no sobrevivieron al invierno, de planes que se deshicieron en el aire. Las estaciones pasaban como un metrónomo cruel, marcando el fin de su tiempo juntos.
A medida que avanzaban, la distancia entre ellos se reducía. Una mirada prolongada, un roce de manos sobre el asiento compartido. Una certeza nació en los dos: si hubieran tenido más tiempo, quizás…
El altavoz resonó con un aviso frío: próxima estación, fin del trayecto.
Olivia suspiró y se puso en pie. Leo también, aunque sin estar seguro de por qué. Los dos caminaron hasta la puerta, hasta el instante en que el tren se detuvo y el mundo volvía a separarlos.
—No preguntaste a dónde voy —dijo ella, antes de dar el primer paso hacia la noche.
—No importa —respondió él—. Solo importa que querías irte.
Ella sostuvo su mirada, la duda bailando en el borde de sus labios. Y en ese instante, justo cuando el reloj marcaba su última oportunidad, Olivia hizo lo impensable.
—Dame una razón para quedarme.
El tren resopló, impaciente. Leo abrió la boca y buscó las palabras, pero la puerta se cerró con un golpe seco.
Desde la ventanilla, vio su silueta desvanecerse en la estación vacía. Y en la quietud del vagón, solo quedó el eco de lo que pudo haber sido.