El cursor parpadeaba sobre la ventana de Zoom. Carla había entrado a la reunión cinco minutos antes, como siempre, para repasar las notas. Un destello en la pantalla interrumpió su concentración: un nuevo participante se unía.
No era su jefe. No era nadie que reconociera.
—Hola… —dijo el desconocido, ajustando la cámara. Tenía el cabello revuelto y una taza de café en la mano.
Carla frunció el ceño.
—Creo que te has equivocado de enlace.
—O tal vez tú te equivocaste.
Silencio. Revisó la invitación. Era la correcta. Pero antes de que pudiera despedirse, él sonrió con una expresión que, por alguna razón, la hizo quedarse.
—¿Cómo te llamas?
Pasaron los primeros minutos entre bromas sobre lo absurdo de la situación. Luego, la conversación derivó en libros, música, anécdotas de viajes frustrados. La reunión que Carla esperaba nunca llegó. Pero él sí.
Días después, otro error. O tal vez no.
La pantalla se convirtió en costumbre. En su reflejo nocturno. En la razón por la que apuraba el trabajo y se dejaba ganar por la sonrisa que ahora esperaba con impaciencia.
El problema no era la distancia. El problema era que ese no era su mundo.
—Sería más fácil si viviéramos en la misma ciudad —dijo Carla, jugando con un bolígrafo entre los dedos.
—Sería menos interesante —respondía él con su sonrisa ladeada.
Hasta que un día, la conexión falló.
Carla esperó. Reinició. Mandó mensajes. Nada.
El mundo sin su voz era extraño. Vacío.
Los días pasaron, pesados, hasta que un nuevo correo aterrizó en su bandeja:
Abre la puerta.
Su corazón se detuvo.
Temblorosa, bajó las escaleras del edificio. Y ahí estaba él. De pie. Sonriendo, con la misma taza de café en la mano.
Más allá de la pantalla.