Bajo la lluvia

El aguacero arremetía contra la ciudad con furia, convirtiendo las calles en espejos rotos donde las luces de los coches parpadeaban como estrellas ahogadas. Julia corría, esquivando charcos, con la chaqueta sobre la cabeza, pero cada gota parecía encontrar la manera de calarle hasta los huesos. Había olvidado su paraguas en la oficina, como tantas otras veces. Un pequeño error en una noche que ya de por sí apestaba a fracaso.

No lloraba porque la lluvia lo haría redundante. Acababa de salir de una entrevista de trabajo donde le habían sonreído con lástima antes de rechazarla. «Gran currículum, pero buscamos a alguien con más experiencia». Como si la experiencia se comprara en una tienda de barrio. Como si no llevara años intentando ser suficiente.

Un coche pasó demasiado cerca, levantando una ola de agua sucia. Julia cerró los ojos con resignación, esperando el impacto, pero sintió algo distinto: un golpe seco sobre su cabeza, un techo improvisado entre ella y el diluvio.

Un paraguas.

Alzó la vista y vio a un hombre. No destacaba en nada: ni demasiado mayor ni demasiado joven, con un abrigo negro y una sonrisa apenas insinuada.

—Tómalo —dijo, empujando suavemente el paraguas hacia sus manos.

—No puedo…

—Claro que puedes. Llueve demasiado. —Su voz era tranquila, sin urgencias, como si de verdad creyera que este gesto importaba.

Y antes de que pudiera protestar, él ya se había alejado, dejándola allí, con el paraguas temblando en sus manos.

Esa noche, Julia no solo volvió a casa seca. Volvió con algo distinto en el pecho, una certeza extraña: el mundo no siempre era un lugar hostil.

Al día siguiente, bajo la misma lluvia, vio a una chica encogida en una parada de autobús, sin abrigo, con los labios apretados y la mirada al suelo. Julia se acercó, extendió el paraguas y dijo:

—Tómalo. Llueve demasiado.

Y sonrió.

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