La librería olía a papel viejo y a café frío. A esas horas, apenas había ruido, solo el murmullo de las hojas al pasar y el ocasional carraspeo de algún lector. Jaime, como cada tarde, recorría los estantes con la parsimonia de quien busca sin prisa. Se detenía, acariciaba los lomos de los libros, leía las primeras líneas, dejaba que la literatura lo escogiera a él.
Fue en una edición desgastada de Cumbres Borrascosas donde encontró la primera nota. Un papel doblado entre las páginas amarillentas.
«Si alguna vez has sentido que un libro te entiende más que una persona, entonces estamos en la misma página.»
Jaime sonrió, pero no pensó mucho en ello. Algún lector con alma de poeta. Volvió al día siguiente. Y al siguiente. Y cada tarde encontraba una nueva nota, siempre en libros distintos, siempre con frases que parecían hablarle a él.
«La mejor parte de perderse en una historia es encontrar a alguien que quiera perderse contigo.»
¿Quién lo escribía?
Jaime empezó a buscar patrones: las notas aparecían en novelas románticas, siempre en ediciones viejas. Un día, decidió esperar. Se sentó en un rincón, fingió leer, pero sus ojos iban de página en página, de persona en persona.
Entonces la vio.
Ella hojeaba los libros con la misma devoción con la que él lo hacía. Tenía un lápiz en la mano y, con la precisión de un ilusionista, deslizaba una nota entre las páginas de un ejemplar de Orgullo y prejuicio.
Jaime contuvo la respiración. Cuando ella se alejó, tomó el libro y lo abrió con dedos temblorosos.
«Si estás leyendo esto, es porque también estabas buscándome.»
Jaime levantó la vista.
Ella lo miraba desde el otro lado del estante, con una sonrisa cómplice.
Y, por primera vez, Jaime sintió que no estaba solo en su historia.