El vestido color champán de Elena brillaba bajo la luz tenue del salón. No había querido venir, pero la insistencia de Laura, la novia, la venció. «Es solo una boda, no el fin del mundo», le había dicho. Sin embargo, al entrar y ver a Daniel junto a la mesa de los postres, supo que tal vez sí lo era.
Seis años. Seis años desde que se dijeron adiós en aquel aeropuerto, con promesas vacías y un beso que no supieron si era el último. Ahora él estaba allí, con el mismo lunar en la mejilla y la misma forma de hundir los hombros cuando se sentía fuera de lugar. Y cuando sus miradas se cruzaron, el tiempo se hizo una burla de sí mismo.
—¿Bailamos? —preguntó él, como si no cargaran con la historia de una relación fallida entre los dos.
Elena dudó. Había rehecho su vida, o al menos eso creía. Pero la voz de Daniel aún tenía esa cadencia que le hacía temblar las rodillas.
El primer acorde de un bolero antiguo envolvió la pista de baile. Sus manos se encontraron, sus cuerpos se alinearon con la música y, de repente, todo lo que había sido un «nosotros» volvió a existir. Bailaron como si el pasado no pesara, como si el futuro no importara. Los dedos de Daniel rozaron la piel desnuda de su espalda y Elena sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el aire acondicionado.
—Te extrañé —susurró él.
Elena cerró los ojos un instante. La gente a su alrededor desapareció, las risas se volvieron un murmullo lejano. Abrió la boca para responder, pero en su mente solo había una imagen: el avión despegando, su propio reflejo en la ventanilla, la certeza de que él no correría tras ella.
La canción terminó. Se separaron con la misma delicadeza con la que se habían acercado.
—Yo también —respondió al fin, pero ya estaban demasiado lejos para escucharse.